lunes, 26 de febrero de 2007

Mensaje 4

Si no fuera porque los acontecimientos me obligan a retomarla, habría dado por terminada esta correspondencia. La verdad, no tengo tiempo ahora para pensar en letras de canciones que hablan de barcos y de ser buena persona por un día... tal vez tú sí deberías hacerlo. Tampoco puedo detenerme ahora a analizar los detalles —sabes bien que me gusta hacerlo, en otras condiciones— del trágico final de ese dudoso artista que se colgó por no padecer ataques epilépticos. Nunca dejarás de sorprenderme con tus historias, oscuro Daniel, ni siquiera ahora que ya me creía vacunada contra los efectos de cualquier tipo de ficción.

Contra la realidad, en cambio, no hay vacuna que valga. Por muy preparada que te sientas para hacer frente a los envites de la vida, ella siempre termina por encontrarte con la guardia baja. Puedes haber prometido mil veces no volver a inquietarte, no volver a temer, pero ella encontrará los mecanismos para salirse con la suya.

¿Recuerdas que te dije haber dejado para ti en el correo una tarjeta de memoria con todo lo referente a Míster Monday? Así mismo lo hice: fotografías, informes, cartas, correos electrónicos y tantas otras cosas, lo deposité todo en ese pequeño documento y lo metí en un sobre acolchado en el cual había escrito tu nombre y dirección. Una vez en correos, fui atendida por un amable funcionario a quien había visto muchas otras veces: un hombre bien parecido, de unos cuarenta y cinco años, de bigote espeso, pelo muy oscuro y brillante y tez morena. Me atendió con la amabilidad acostumbrada después de formularme las preguntas de rigor acerca de mi salud y mi trabajo.

—¿Desea que lo enviemos urgnte? —quiso saber.
Le dije que sí: cuanto antes llegara la tarjeta a tus manos, antes me libraría de ti y de esta historia.
—Imagino que se trata de información muy importante —dijo el funcionario, con un brillo especial en los ojos.
—Mucho más de lo que usted imagina —repuse.
Él se limitó a exclamar un enigmático:
—¡Uuuuhh!
Acto seguido, me hizo saber la cantidad que debía abonarle y me despidió después de desearme un buen día.

Pues bien, no acostumbro a visitar la oficina de correos más de una vez a la quincena, pero hoy mismo he debido hacerlo de nuevo a causa de un asunto de importancia relacionado con los caprichos de mi editor. Desde la escena que acabo de relatarte han transcurrido siete días. Fue el lunes pasado, más o menos a la hora en que estoy escribiéndote hoy. Al llegar hoy a la oficina, me ha extrañado no ver al funcionario del bigote espeso. He preguntado por él a un compañero, que se ha encogido de hombros. Le he repetido la pregunta a otro, que parecía nuevo, y he obtenido idéntico resultado. Finalmente ha sido un cliente quien me ha informado, sin yo preguntarle directamente:
—¿Pregunta usted por Hassan? Se suicidó la semana psada. Dicen que se colgó en la cocina de su casa mientras escuchaba una canción. Qué raro, ¿verdad?
La verdad es que rápidamente he pensado en las coincidencias con tu historia. Pero también, inevitablemente, en el archivo de memoria. He preguntado qué día se quitó la vida el desventurado Hassan.
—El lunes —me han dicho—, fue por la noche, bastante tarde.

El lunes. El mismo día en que yo le vi, por la mañana, y dejé en sus manos el sobre acolchado con el envío más importante de mi vida. Tal vez consideres que me estoy volviendo paranoica en ver conexiones en unos acontecimientos que bien podrían ser fruto de la casualidad, pero responde sólo una pregunta y sabrás que tengo razón: ¿Encuentras algún motivo razonable por el cual el funcionario de correos se matara de la fora en que lo hizo?
Así pues, debemos partir de una premisa: alguien que no siquiera podemos imaginar tiene en su poder el resultado de nuestro trabajo de hace cinco años, y cree poder disponer de las vidas ajenas que se crucen en su camino de un modo absoluto, como dispuso de la del pobre Hassan. Esa misma persona dispone, al mismo tiempo, de información privilegiada acerca de algunos de nuestros mayores errores. Ni tú ni yo —especialmente yo, que vivo en el mundo civilizado, por lo menos todavía— podemos permitir que los haga públicos.

He averiguado dónde vivía el funcionario de correos. Esta misma tarde iré a hacer una visita a su casa vacía. No tardaré en contarte los resultados de mis pesquisas. Mientras tanto, te escribo estas líneas, para decirte que si desaparezco de pronto no debes creer nada de lo que te digan. En esté país son todavía más dados que yo o que tú a inventar ficciones. En el banco encontrarás lo suficiente para darle a Ismael, mi hijo, una vida holgada. No lo tengas a tu cuidado, por fravbor: busca alguien más cualificado. Y, por lo que más quieras, ni se te ocurra llevarle a ese lugarsalvaje donde vives.

Tuya, siempre.
Alma

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