lunes, 7 de mayo de 2007

SEGUNDA PARTE: Mensaje 1

Querido Daniel, te escribo aterrorizada, víctima de una profunda conmoción.

Te debo, ante todo, una disculpa. A ti y a todas aquellas personas -me es imposible siquiera imaginarlas- que pudieran haber resultado perjudicadas a causa de mi desaparición. Ya sé que estás preguntándote qué causas puede tener mi silencio de las últimas semanas, que empezó en el mismo momento en que puse los pies en la capital francesa. Eso es, precisamente, lo que deseo explicarte, hasta donde me sea posible hacerlo.

A mi llegada e recibió una de esas finas lluvias que hacen de París lo que se espera de ella. Había reservado en el Ritz mi habitación de siempre. A pesar de los parabienes del director del hotel, que siempre se demora demasiado en hacerme saber lo mucho que se alegra de volver a verme, conseguí dejar allí mi maleta y salir con prontitud en dirección al café del que te di noticia en mi última misiva. Tomé un taxi, soporté durante veinticinco minutos el endiablado tráfico parisino y descendí frente a una puerta art-déco ligeramente entreabierta, detrás de la cual brillaba una luz tenue y se escuchaba una música.

Empujé la puerta y me enfrenté a un espectáculo insólito que, sin duda, no necesito describirte. Lo que vi allí fue la misma bombilla desnuda y mortecina que tú encontraste en tu cita, las mismas fotografías colgando de un hilo de cobre y la misma soledad. Nadie me esperaba en aquel lugar, salvo todas aquellas imágenes colgando del techo a una distancia suficiente de mis ojos como para que pudiera apreciarlas sin dificultades. Enseguida reconocí la música que estaba sonando: era el Concierto para violoncello y orquesta de Elgar, en la versión inerpretada por Jacqueline du Pré. Este detalle, el de esa música y el de esa versión en concreto, que tanto tiene que ver con cierto momento de mi vida, me bastó para saber que quien había preparado todo aquello me conoce muy bien. Pero no sólo eso: al llegar al final de la estancia reconocí, en un lugar bien visible, y en cierto modo aislado del resto de la escenografía, una fotografía mía de hace más de veinte años. No hace falta que te diga que verme allí, en mitad de todas aquellas personas que dejaron de existir, me heló la sangre. Debí de sufrir un choque, un desmayo, una bajada de tensión, no lo sé con crteza. Lo único que sé es que la visión de ese retrato mío en una época pasada y feliz es lo último que recuerdo de aquella tarde. Cuando desperté, me encontraba en el hospital desde el que te estoy escribiendo esta carta y habían transcurrido más de tres semanas.

Me han despojado de todo. No sé dónde están mis ropas, ni mis objetos personales, ni mi teléfono. Cuando los reclamo, se limitan a sonreír. Me muero de desconsuelo sin mi libreta de notas, necesito escribir más que respirar o comer, pero cuando se lo digo a mis guardianes me dicen que eso deberá decidirlo el médico. Sin embargo, aquí no parece haber ningún médico. De los demás pacientes, apenas he tenido noticia. De vez en cuando oigo voces en la habitación contigua o escucho el sonido de una camilla que se acerca. Hace algunos días coincidí con una mujer en la enfermería, pero tampoco pronunciaba palabra. Por su modo de mirarme cuando le deseé un buen día comprendí en el acto el lugar horrible donde me encuentro: una clínica mental.

Te estoy escribiendo desde uno de los despachos vacíos de las enfermeras, aprovechando la hora en que salen a desayunar (hace días que mi única ocupación es observarlas en silencio). No tengo la menor idea de lo que está ocurriendo, pero la hipótesis que más cuerpo cobra en mi cabeza es la de la venganza: por la razón que sea, alguien a quien otorgamos una identidad falsa, desea hacer lo mismo con nosotros. A mí, al parecer, me ha correspondido la de la loca sin tratamiento posble. Me pregunto cuál será la que ha elegido para ti, querido Daniel.

Si todavía estás en condiciones de leer estas líneas, si no te ha ocurrido nada todavía, como temo, te ruego que hagas cuanto esté en tu mano para sacarme de aquí cuanto antes. No vengas en persona: podría ser demasiado peligroso. Dios, ni siquiera sé qué debo pedirte que hagas. Sólo confío en que a ti se te ocurra algo.

Oigo unos pasos que se acercan. Lo siento, tengo que dejarte. Me han descub

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